domingo, 16 de noviembre de 2008

Santiaguina Santidad

El otro día, camino a revelar las fotos digitales en San Antonio (para mi mamá) saliendo por el metro, de pronto vi una estatua medio anigua, tipo iglesia católica, (de esas que le dan miedo a la Belén, mi hermana mayor) por la Plaza de Armas. La imagen era la de un vejete, onda Gandalf de "El Señor de los Anillos" (con bolsa para adminículos mágicos, túnica de lino y báculo). Era blanca, como la mayoría de las estatuas, y en la base decía "Apóstol Santiago, patrono de la ciudad": De pronto caí en cuenta por qué mi ciudad se llama cómo se llama. Nunca me lo había cuestionado siquiera, nunca me había hecho la pregunta de lo que significaba ser santiaguino y qué identidad me planteaba a mí mismo como perteneciente a ella.
En la antigüedad los nombres significaban algo, eran parte inmanente de la personalidad, moldeaban el trato con otras personas, eran casi deterministas en el sentido de la misión del individuo en este mundo. En la Biblia hay muchos ejemplos de ello. Y no solo ello, de nombres que brindaban identidad: también cambios de nombre que implicaban un consecuente cambio en la vida; Eran muestra fehaciente de la manera en cómo Dios redimía a aquellos que estaban tratando con Él.
Yo no creo en los santos como personas muertas que interceden por nosotros en un estadio que no es ni el cielo ni la tierra. Es posible estudiar un poco la Biblia para percatarse de las afirmaciones de la cultura judía que "Dios no es Dios de muertos", que "los muertos no alaban a Dios", que "los muertos ya nada saben". Antes bien, la Biblia llama Santos a aquellos que en vida dedicaron su existencia a hacer el bien porque Dios mismo les había liberado de la opresión de la manera de vivir del mundo, les había propiciado una oportunidad de cambio, de redimirse, de salvarse, de darle sentido a su existencia.
El Santo en la Biblia no es la figura de un muerto, sino de un ser dinámico, alguien donde en su propia vida existe la dedicación a actuar como portador de bien, de amor, de justicia; mensajero de paz, transportador de gracia, libertador por piedad de Dios, de aquellos que están oprimidos en sus vicios, de una condición social que les ofrece esperanzas falaces de libertad, descanso, gozo y paz, y que en realidad en sus vidas sólo se traduce en esclavitud, limitaciones, estrés, tragedia... El Santo es alguien que porque Dios ha querido, por el destino que Dios desea para todos, ha aceptado tener trascendencia en la existencia, ha aceptado tener Vida: Tener a Dios adentro y compartirlo a los demás.
Y me pregunto, recordando a Santiago, el "patrono" de mi ciudad ¿Qué diría él de nuestra ciudad el día de hoy?
Santiago era uno de los hermanos de Jesús, nacido de María. Su nombre era Jacobo, Santiago un sobrenombre.

Escribió en el siglo primero, a todos los cristianos, ya sea que antes hubiesen sido judíos o nacido en Grecia o tenido un origen distinto, una carta donde fuertemente criticaba a aquellos que propugnaban una fe vacía, donde la inacción era la manera en que se esperaba la gracia de Dios. Critica en su Epístola Universal usando fuertes palabras: "¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?". Ellas resuenan en mis orejas, desafiándome.

Y me pregunto ¿cuántos de nosotros esperamos llegar a estar muertos para ser santos? ¿cuántos esperamos ser santos bajo la concepción de aquel muerto que intercede por los vivos en algo que no es ni el cielo, ni la tierra (¿será el infierno?)? ¿O cuántos de nosotros ya somos ese tipo de santo, que observa cómo todo se destruye a nuestro alrededor, e inactivo, como muerto no hace nada, no habla nada, no hace nada más que confiar que el regalo de Dios se manifieste?

No desestimo la fe, crítica añeja que se hace a Santiago (y que ha hecho pelearse a algunos que se identifican con el cristianismo), argumentando que "prácticamente invalida la fe en su discurso epistolar". Creo, sin embargo, cada vez más que nos hemos refugiado dentro de nuestros templos y (peor aún) en nosotros mismos, observando la experiencia de creer en Dios como algo interno, "espiritual", tan personal que se vuelve egoísta y excluyente. Los judíos observaban el espíritu no cómo algo ajeno al cuerpo, antes bien que el cuerpo mismo era espíritu, junto con la mente, las emociones y todo lo concerniente a la persona. Los judíos cuidaban su cuerpo, cuidando celosamente hasta la limpieza de lo que se comía ¿cómo es posible entonces que para ellos el espíritu fuese algo excluyente del cuerpo? Si era tan mundano, carnal ¿para qué lo cuidaban tanto?
Las palabras de Santiago hoy nos hacen pedazos a varios.
Pareciera ser que el homenaje póstumo, el nombre de mi ciudad significa más que un nombre traído por la tradición española; que no sólo es el smog que coloca una carga para mí, viviendo en esta ciudad. El vivir en mi ciudad involucra el ser alguien que es portador de una cultura que me recuerda constantemente a Santiago, al hermano de Jesús.
Es innegable la conexión, la asociación; podría matarme y hacerme perder la cabeza intentando traer mil excusas de mi absurda religiosidad, haciéndola justificable, o podría detenerme ante la realidad en que estoy, reconocerme imperfecto y asumir cuán esclavo puedo llegar a ser de toda esta corriente del mundo, que me impone su forma de vivir, sus reglas, su estética, su moralidad(?), su doble estándar... ¿Cómo escapo de ello, sin “santificarme” sin morir en el intento?
Todo apunta parece a cuya única forma de escapar es encontrar sentido viviendo en la santidad, viviendo la viva santidad. Una Santiaguina Santidad.

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